Mi amigo José y mi amiga Diana me acompañaron por un pastel a Starbucks, no era la primera vez que nos veíamos en ese lugar, quedaba frente al departamento donde vivía, así que era sencillo para vernos y platicar. Era finales de agosto del 2018. Todo iba muy bien, risa aquí, risa allá, drama aquí, drama allá. Comencé a contarles sobre la situación que estaba pasando mi prima en el hospital desde hace un año, y en ese momento sucedió algo que yo ya conocía muy bien, un zumbido, mareo y ganas de correr. Me he desmayado muchas veces en mi vida, porque tengo una condición que se llama disautonomía, así que sé perfectamente cuando habrá un desmayo y ese era uno de esos momentos. Sentí la necesidad de salir de ahí y correr hacia mi departamento para acostarme antes de que me desmayara. Me levanté rápido y les dije, me siento mal, tengo que irme. Caminé muy rápido mientras ellos iban detrás de mi y me detuvieron a mitad de camino. José me sostuvo de la mano y me dijo que respire, para eso momento ya no veía nada, estaba temblando y sudando frío.
Logramos caminar hasta la puerta del edificio, Diana me acompañaba y José corría a la farmacia para comprar alcohol. Logré ver de nuevo, pero mis piernas no me respondían, me sentía infinitamente cansada. Olí el alcohol y tras recuperarme un poco, subimos al departamento. Tomé agua, me recosté y pensé que pasaría esa sensación, porque siempre desaparecía cuando lograba acostarme. Treinta minutos después no entendía qué me pasaba, comenzó a dolerme la cabeza muy fuerte y no podía controlar lo que sentía. En menos de quince minutos ya estaba en un auto con mi mamá yendo a un hospital. Me decían que estaba muy pálida y yo lloraba desconsolada agarrando mi cabeza.
En urgencias me revisaron, me dieron ketorolaco y me inyectaron suero. Nada cedía, al contrario, tuve vómito y muchas ganas de dormir. El dolor era intenso, siempre lo he descrito como choques eléctricos. Me enviaron a otro hospital. En el segundo lugar me atendieron rápido, pero nos dijeron que no podían hacer nada porque necesitaba una tomografía y el hospital no lo tenía. Fuimos a un tercer hospital y sin verme, dijeron que no tenían lugar para atenderme. El primer lugar era privado y los últimos eran hospitales públicos. El primer médico de urgencias me dio un número telefónico de un neurólogo, el neurólogo tenía lugar al siguiente día y me recomendaba tomar una pastilla para el dolor. Después de ver que no había opciones en los hospitales, compramos la pastilla, la tomé y fue como si me hubieran sedado. Dormí toda la noche.
Al día siguiente fui a mi cita con el neurólogo, me revisó físicamente y fue la primera persona que describió a la perfección el tipo de dolor que yo sentía en la cabeza. Esos choques eléctricos, esas punzadas. Me dijo que estaba muy tensa y tenía nudos en el cuello. Después me hizo un examen muy largo, eran muchas preguntas. No sé cómo sucedió, pero yo estaba sentada frente a él llorando como una niña y temblando, contestando cada pregunta. Me dijo que lo que había experimentado había sido un ataque de pánico y me diagnosticaba con depresión crónica y trastorno de ansiedad generalizada. De igual forma me hicieron una tomografía al otro día, y todo había salido bien, más allá de una nariz claramente desviada, no encontró algo que llamara su atención.
Intuía que tenía depresión, pero no sabía que eso era un ataque de pánico, no tenía idea del trastorno de ansiedad. El dolor de cabeza se había ido gracias al medicamento que me dio, y al mismo tiempo tenía que tomar un antidepresivo durante tres meses. Unos días después no podía pararme de la cama, porque estaba débil y mi cuerpo temblaba. Lloraba a la menor provocación, me sentía inútil, culpable y sin saber qué hacer. El medicamento para el dolor me hizo alucinar por la noche y dejé de tomarlo con la supervisión del doctor. Mi mamá no quería dejarme sola en el departamento, tenía miedo que me hiciera daño. Mis amigos me visitaban y uno de ellos llegó a darme de comer en la boca como si fuera un bebé, porque no podía sostener un vaso de agua, temblaba y se me caía todo.
Pasaron semanas para que pudiera salir otra vez sola a la calle, tenía miedo de que en cualquier momento me sucediera de nuevo, las palpitaciones, la vista nublada, el dolor de cabeza. Estaba en constante vigilancia. Había bajado demasiado de peso, veía la vida sin ningún propósito y seguía culpándome. No sabía cómo explicar lo que tenía, porque me daba vergüenza y porque las personas no logran entender todo lo que es el trastorno. Tuve que investigar mucho sobre lo que me sucedía, porque a pesar de que todo era horrible, sentí un alivio de tener un diagnóstico, de darle nombre a lo que sentía y que ahora estaba comprendiendo y uniendo hilos.
Han pasado casi cuatro años desde ese día. Y hasta ahora he podido escribirlo y describirlo. (Me ha costado mucho porque en este momento tengo ese dolor de cabeza y las manos frías de sólo recordarlo, pero afortunadamente está mi gato a mi lado y estoy sobre mi cama.) Después de mi primer ataque de pánico, pasaron tres meses para que pudiera salir y hacer una reunión con amigos en mi cumpleaños, hice mi mejor esfuerzo y fue muy divertido. Y nueve meses después me puse la mochila para viajar otra vez. No ha sido sencillo, pero en otro post me gustaría contarles más sobre estas condiciones, porque tal vez muchas personas más estén viviendo algo parecido. Sepan que somos varios en el mismo barco y que leer y conocer otras experiencias es de mucha ayuda.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario