7.12.17

Los corazones rotos de San Cristóbal de las Casas

Volví a conectarme con la misma sensación. 


Llegué a San Cristóbal de las Casas por la noche, con un montón de dudas y con un año más encima. Es más fácil viajar ahora, tenía un GPS, una dirección con señales exactas y un chofer que sabía la ruta perfecta para llegar en cinco minutos. Dormí entre abrazos de Judas, con ese sabor de que todo es una mentira y que no has viajado tanto, que no estás en el lugar equivocado. 

Al siguiente día bajé de un taxi sin mirar atrás y caminé hacia la estación de autobuses creyendo que me iría en ese momento. Lo pensé bien y aunque tenía un vuelo de vuelta a la ciudad en unas semanas, preferí comprar un vuelo para salir al día siguiente. Me arrepiento un poquito. Estuve buscando hostales y lo que un día antes me parecía muy fácil, ese día era lo contrario, no entendía el GPS, no sabía dónde estaba y no sabía qué lugar elegir. Al salir de la estación seguro podré ver un hostal, pensé. Caminé una calle y ya estaba poniéndome de acuerdo en el monto de la habitación. Con baño compartido, con paredes tan delgadas que se escuchen los suspiros de mis vecinos huéspedes, sin desayuno, con una cama grande y fría. 



Dejé mis cosas en la habitación y salí a caminar. La neblina estaba cada vez más baja, la llovizna que parecía inofensiva comenzó a darme pequeños golpes en la cara. Tenía que volver al refugio que había rentado y en el camino de regreso escuché más mis pasos que el latido de mi corazón, trataba de no resbalar entre las calles de piedras, el olor era a viejo, a tierra mojada, a lejanía. Dormí toda la tarde, dormí toda la noche. Por la mañana no quería irme, quería seguir atrapada entre esas cobijas extrañas y el colchón más incómodo. Eso quería. Estar incómoda. No estar. Soñé muchas veces en recorrer las calles de San Cristóbal, en sentir la energía del pueblo mágico más lindo. Nunca imaginé que fuera tan intensa. 



¿Qué se hace con un día lluvioso, un corazón roto y un pueblo desconocido? Salí a caminar entre la lluvia ligera con mi cámara en mano. Me perdí entre los sube y baja de cada esquina, entre las tejas de cada casa de color amarillo, azul, verde, adobe... Subí unas escaleras famosas y vi el pueblo desde las alturas, no pude llegar a la iglesia porque tuve miedo, estaba solo ese lugar. Tomé un par de fotos, hice clicks mil veces y mil veces los borré. ¿Qué debería de aprender de esta derrota, de este sentimiento? Caminar sola en un día de lluvia hace que todo sea más fuerte, que tenga conversaciones profundas, que mis monólogos sean más preguntas que respuestas. 

Desayuné en un lugar lindo con una fuente y un jardín, con las porciones más pequeñas en la historia de mis minicomidas. También compré un tigre de fieltro porque sentí que necesitaba compañia. Me fui y seguí caminando entre mercados, iglesias, turistas, por calles largas y solitarias, por calles que parecen pequeñas por la gran cantidad de personas que se juntan en ella. ¿Qué debería de ver? Sigo sin entender el GPS, el clima, mi vida, me dejo llevar. Llegué a la plaza principal y no pude entrar a la iglesia porque el terremoto la ha dejado bastante mal, como a muchos de nosotros. Me detuve a la mitad de esa plaza, frente a la cruz que funge como banca de espera, las aves iban de un lado a otro todas juntas, el viento era fuerte y los relámpagos se podían ver en los cerros lejanos. El sonido de ese momento era un altavoz invitando a firmar por Marichuy, los niños gritando con globos en la mano y el susurro de la tormenta que estaba por llegar. 


Pasé dos tardes en una cafetería, viendo turistas pasar. Platiqué con una chica que estaba de viaje y vendía sus postales para vivir, le compré una como si yo estuviera en una posición de poder y sólo tratara de ayudar a una mochilera que hace prácticamente lo mismo que yo. No, obviamente no estaba en ninguna posición de poder, pero pensé que hacer eso estaba bien aunque yo no tuviera demasiado dinero. Después de un rato se acercó una niña, mi pastel había llegado y ella quería las frutas, le pregunté su nombre y no lo sabía, tampoco sabía su edad, pero me contó que su papá pasaría por ella más tarde a la plaza principal. Cuando probó la fresa se iluminó su cara, compartimos el pastel hasta que ella dijo que llovería más y no le daría tiempo de llegar al lugar acordado con su padre. Me despedí de ella con el corazón roto y unido y vuelto a romper. Me despedí de las calles frías, de la cafetería que se hizo mi pequeña trinchera, de la niña que se llevó mi corazón, de los adioses sin regreso. Me despedí de la confianza y eso ha sido fuerte, porque me repetí una y otra vez que no volvería a pasarme algo así, no volvería a romperme el corazón en un viaje. Spoiler: Eso no sucedió. 



San Cristóbal de las Casas es el pueblo mágico perfecto para volverse a encontrar.

 




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